
Según el diccionario la palabra “Otoño” tiene dos acepciones:
- Estación del año comprendida entre el verano y el invierno
- Período en la vida de una persona cercano a la vejez
Inmersos ya en la segunda acepción, era el momento de ir a ver la primera, la de los días lluviosos o al menos grises y los árboles cubiertos de hojas que amarillean antes de caer y alfombrar el suelo y un buen lugar representativo de esa típica imagen otoñal era sin duda la Selva de Irati, el segundo mayor hayedo de Europa y las mejores fechas, según nos indicaron desde allí, la ultima semana de octubre.
La primera de las características otoñales se cumplió con creces, llovió intensamente desde Sevilla hasta Cáceres y amenazó constantemente con seguir haciéndolo durante el resto de los 985 km. recorridos hasta el lugar elegido para montar el «campamento base», que en esta ocasión era un cómodo apartamento abuhardillado con techo de madera de la «Casa de los Beneficiados» en Roncesvalles, pequeña población de apenas treinta habitantes censados según nos contaron, pero hito importante en el Camino de Santiago que es su principal razón de ser.

Llegamos ya anocheciendo tras once horas de un viaje sin prisas que, lejos de significar un incordio, fue parte importante del disfrute de lo que íbamos buscando, ese otoño en toda su plenitud que por estas latitudes nos resulta casi desconocido, acostumbrados como estamos a pasar en apenas unos días del tórrido verano al frío invierno.

Durante la noche llovió intensamente y a pesar del cansancio del viaje en más de una ocasión nos despertó el ruido de la lluvia cayendo sobre el inclinado tejado de láminas de pizarra pero el día amaneció soleado, pese a lo cual decidimos dedicarlo a recorrer los pueblos de los alrededores y recabar información sobre lo que era objetivo principal de nuestro viaje, hacer senderismo por el hayedo.

Por estrechas pero cuidadas carreteras nos fuimos hasta Fábrica de Orbaizeta, lugar de la Real Fábrica de Armas y Municiones construida en 1784 sobre una antigua ferrería que, lejos de solucionar el problema de los lugareños del Valle de Aezkoa como ellos creyeron y para lo que cedieron sus montes comunales, los convirtió en objetivo militar en las cinco guerras que asolaron la zona durante el siglo que permaneció activa.
Tras dos siglos de pleitos, entre 1979 y 1982 les fueron devueltos sus montes y de aquella obra de ingeniería industrial hoy apenas quedan en pie algunas paredes a la espera de una posible restauración como atracción turística.

Ya en este primer pueblo nos quedó muy claro por el olor a chimenea y la cantidad de leña acumulada y que allí los inviernos deben ser muy crudos.

Casi cada pueblo tiene su oficina de información turística y la amabilidad de la persona que la atiende es notable. En la de Aribe nos recomendaron visitar Villanueva de Aezkoa y Abaurrea Alta, así que sin perder tiempo nos fuimos a Villanueva, distante apenas tres kilómetros y allí pudimos observar cuatro de los veintidós hórreos que dicen se conservan en toda Navarra y te recomiendan encarecidamene que no te vayas sin verlos.

Por su parte, Abaurrea Alta es el pueblo más alto de Navarra y su principal atracción es el llamado Jardín de las Estelas, un conjunto paisajístico construido sobre el viejo cementerio anexo a la iglesia en el que, a modo de laberinto, se ubican las estelas funerarias de las «casas», entiéndase familias, que habitaron en la zona desde la edad media.
La visita es guiada por una chica que es una auténtica estudiosa del tema, friki diría yo en el mejor sentido de la palabra, que consiguió tenernos allí interesados en algo tan desconocido para nosotros durante casi una hora.

Para la tarde habíamos concertado la visita guiada a la Colegiata de Roncesvalles y la hora se nos echó encima, pero no por ello dejamos de hacer un rápido alto en el Mirador de Ariztokia, desde el que se ve una buena panorámica del valle del río Irati tras su paso por Aribe camino de Lumbier y desde el que, a vista de pájaro, tuvimos un primer contacto con los colores de un bosque de hayas en pleno otoño.

La Colegiata de Roncesvalles es el núcleo principal de la población y anexos a ella se ubican el albergue de peregrinos, la casa rectoral con su museo y biblioteca y en un mismo edificio el Hotel Roncesvalles y los apartamentos Casa de los Beneficiados. Aparte de ello, un par de bares, el medieval albergue de peregrinos, hoy sala multiusos, y una pequeña iglesia junto al curioso cementerio del pueblo, dentro de un antiguo edificio que no pudimos visitar por mor de unas obras de la carretera justo delante.

Comenzamos la visita por el claustro, de ennegrecidas paredes por la gran humedad que hace que crezcan helechos en cualquier hueco que quede entre los sillares.

Sancho IV el Fuerte, según cuenta la leyenda de más de dos metros de estatura, vencedor junto a otros castellanos en la batalla de Las Navas de Tolosa que se representa en una de las vidrieras, eligió esta Colegiata para su descanso final y junto a su tumba se encuentra un trozo de los tres en que se dividieron las cadenas que rodeaban la tienda del caudillo árabe Miramamolín, que se trajo como trofeo de guerra y están representadas en el escudo de la comunidad.

La visita guiada siguió por el museo, que conserva entre otras joyas el mal llamado «Ajedrez de Carlomagno» y finalizó en el antiguo albergue de peregrinos, cuya pared exterior cubre en gran parte una curiosa especie de hiedra de color rojo.

Aunque la Colegiata permanece abierta desde el amanecer hasta las doce de la noche y la entrada es libre, hay programada una visita especial para peregrinos a la que tuvimos ocasión de sumarnos en la que se accede a la parte alta y desde allí tuvimos una buena vista de la nave central y el altar.

Completamos el día con una rápida visita a Burguete, el pueblo más cercano, apenas a dos kilómetros, que debe su nombre a que nació como burgo o barrio de Roncesvalles, pero que hoy es que el tiene todos los servicios, supermercado, centro de salud, banco, etc. de los que carece el núcleo que le dio vida. En una de sus plazas, junto a una de sus grandes mansiones, encontramos nuevamente gran cantidad de leña acumulada en previsión de lo que se les viene encima.

El miércoles fue el día clave de nuestro viaje, el del senderismo. Habíamos preparado tres posibles rutas en el entorno del Embalse de Irabia en pleno corazón de la Reserva Natural, con la idea de elegir una u otra en función de cómo estuviera el tiempo y como el día amaneció radiante, antes de las once de la mañana ya habíamos recorrido la treintena de kilómetros desde Roncesvalles y decididos a realizar la ruta más larga, la que rodea el embalse, cruzamos la presa y comenzamos nuestro paseo.

Internarse por una estrecha senda que serpentea entre altísimos árboles tan próximos unos a otros que apenas dejan penetrar la luz solar, donde sólo se oye, pero no mucho, el canto de algún pájaro, produce una sensación de tranquilidad y bienestar difícil de relatar. Hay que vivirlo.

Cuando la senda, a lo largo de algunos metros, se aproximaba al borde del embalse, entre los árboles se podía ver la lámina de agua, bastante menguada a consecuencia del caluroso y seco verano pasado y, reflejada en ella la orilla opuesta, orientada al sur y más soleada que aquella por la que transitábamos, en cuyo tupido bosque ya se iban decolorando algunos árboles.

Sin apenas luz y con tanta humedad, a ambos lados del sendero un espeso musgo cubría las rocas y hasta los pies de los árboles…

pero allí donde algunos rayos de sol conseguían llegar hasta el suelo otras especies también propias de la umbría, como los helechos y las setas intentaban tímidamente abrirse paso.

Curiosamente también tuvimos la ocasión de ver algunas florecillas, apenas tres o cuatro, de una especie que ya habíamos visto en otros lugares, generalmente de condiciones difíciles, pero que nunca pensamos pudieran crecer en un lugar tan húmedo y sombrío como ese.
Nos llamó la atención uno de los árboles que presentaba en su pie una curiosa formación, quizá restos de un tronco hermano cortado ya hacía tiempo que, a modo de pileta de fuente llena de agua sospechamos servía de hábitat a algún tipo de fauna que no nos atrevimos a molestar, aunque lo cierto es que salvo una huidiza ardilla, los graznidos de un par de escandalosos cuervos y un pato en la lejanía no percibimos la presencia de ningún otro animal.

Tras unos tres kilómetros de marcha cruzamos el rio Irati por una estrecha pasarela de hormigón y nos dirigimos hacia la llamada Casa del Guarda, punto desde el que se puede seguir otra ruta que se aleja del embalse y por tanto no era de nuestro interés…

y desde aquel punto continuamos por la pista forestal que permite el acceso de los vehículos de los guardas forestales a través de un entorno en el que, quizá por ser algo más soleado, los árboles presentaban unos colores más amarillos y cuando eran mecidos por la suave brisa dejaban caer sus hojas en mayor cantidad.

Durante todo el trayecto apenas habíamos visto una decena de personas con las que intercambiamos un «buenos días» y cada cual siguió su ruta absorto en la contemplación de la naturaleza, que un poco más adelante cambió las hayas por un espeso bosquete de altos abetos…

justo antes de cruzar otro puente que salva un pequeño riachuelo formado por la unión de varias regatas, alguna procedente de la no muy lejana Francia, donde nos esperaba una pareja que nos había adelantado para preguntarnos si debían seguir hacia la derecha o hacia la izquierda ante la bifurcación que presentaba el camino, sin reparar en que lo lógico si se está bordeando un embalse es que la presa esté aguas abajo, nunca aguas arriba.

Una vez orientados y dando tiempo a que se distanciasen un poco de nosotros, iniciamos el camino de retorno hacia presa por la margen derecha atravesando la zona orientada al sur que habíamos visto entre los árboles al comienzo del paseo.

Unos dos kilómetros antes del final llegamos a un área de recreo situada en el punto de unión de nuestra ruta con otra que, partiendo también de la presa bordea el embalse en sentido contrario y desde allí asciende hasta el lugar llamado «Los Paraisos» para descender por el otro lado del monte hasta la pista cementada por la que habíamos llegado con el coche. Dado que ya eran la una y media aprovechamos para comer, hacernos una selfi conjunta colocando la cámara sobre la mesa y decidir si tomábamos la ruta de Los Paraisos o seguíamos directamente hasta la presa.

Lógicamente optamos subir el monte y bajar por el otro lado, así que dejamos la cómoda y llana pista forestal y comenzamos a ascender por una estrecha y empinada vereda que, de repente desaparecía bajo la gran cantidad de hojas caídas, dejándonos como única guía las marcas senderistas realizadas con pintura en los troncos de los árboles, afortunadamente tan bien situadas que desde una de ellas buscabas y siempre veías a lo lejos la siguiente.

El esfuerzo valió la pena por las vistas desde aquellas alturas.

Con un rápido descenso que repercutió en nuestras rodillas más que la subida, en el que nos topamos con el árbol que por las noches se pasea por el bosque…

alcanzamos finalmente la pista y después de descansar un rato a la orilla de un arroyo y apartar de nuestro camino un par de hermosas vacas, llegamos sanos, salvos y muy contentos al coche e iniciamos el regreso hasta Roncesvalles, aprovechando la vuelta para visitar Orbaizeta, Aria y Espinal, pueblos por los que habíamos pasado varias veces sin parar y por los que ya no volveríamos a pasar porque el camino al día siguiente sería otro.

Muy temprano el jueves dejamos Roncesvalles y nos encaminamos hacia Pamplona, con el propósito de ver en el camino todo lo que fuera posible y para ello comenzamos por Aoiz buscando otro de los elementos recurrentes en la provincia, los puentes medievales, de los que esa población tiene un magnífico ejemplar sobre el río Salazar…

que algo más abajo ha excavado la impresionante y difícilmente transitable Foz de Arbaiún, la mayor de Navarra, de la que se tiene una magnífica vista desde el Mirador de Iso que cual trampolín gigante se asoma al vacío.

Muy cerca de allí, a unos doce kilómetros, se encuentra la más conocida Foz de Lumbier que, gracias al desaparecido Ferrocarril del Irati, parte de cuyo trazado se convertido en Vía Verde, se puede recorrer en su totalidad accediendo por los túneles excavados en ambos extremos para el viejo ferrocarril.

Aunque el recorrido de la Vía Verde se extiende a lo largo de seis kilómetros desde Lumbier hasta Liedana, sólo recorrimos la parte que discurre por el interior de la foz, contemplando el río que corriendo entre las rocas del fondo resulta muy adecuado para la práctica del piragüismo…

incluso intentamos llegar hasta lo que queda del Puente del Diablo, situado justo en el extremo sur del desfiladero y destruido por los franceses en la Guerra de la Independencia, pero la senda que corre a media altura de la pared se volvió tan peligrosa que desistimos de ello, más que nada por no dar de comer a dos parejas de buitres que desde las alturas no nos perdían de vista.

Después de reponer fuerzas en el área de recreo dispuesta al efecto, continuamos hacia Pamplona dando un pequeño rodeo para visitar, ya que estábamos tan cerca, el Castillo de Javier, tan restaurado que parece un decorado de película, reconvertido en museo religioso y destino de la «javierada» que cada año congrega a los navarros en el mes de marzo…

y de allí a Sangüesa para tomar café antes de enfilar, ahora si, hacia la capital navarra haciendo una última parada en el yacimiento arqueológico romano de Liedana, no por el valor en sí del propio yacimiento sino por su situación frente a la salida de la Foz de Lumbier, que nos permitió observar detalladamente el Puente del Diablo y a la derecha la senda por la que habíamos intentado llegar.

Aunque al narrarlo parezca que habíamos recorrido media España realmente las distancias eran cortas, así que a las seis de la tarde ya estábamos perdidos por las calles de Pamplona buscando nuestro hotel, porque Pamplona es la ciudad con más rotondas del mundo y en alguna de ellas debimos salir por donde no era, pero gracias a San Google no tardamos en encontrarlo.

El viernes fue día de descanso, para el coche, nosotros como cualquier turista a lo típico, la Cuesta de Santo Domingo, Estafeta, Plaza del Castillo, Plaza de Toros, las fortificaciones convertidas en magníficos parques…






no nos quedó un rincón por ver de esa bonita ciudad a la que, por ponerle una pega, hay que decir que no tienen pasteles y mira que había comercios que indicaban «panadería, taberna, pastelería», pero sólo tenían bollería, buena pero bollería.

Extrañados por esa mezcla de productos en un mismo comercio preguntamos y nos aclararon que realmente eran panaderías y pastelerías, es decir bollerías, de un señor apellidado Taberna.
Finalmente el sábado, aún de noche, fuimos capaces de sortear una docena de rotondas y entre una espesa niebla encontrar las autovías por las que once horas más tarde cruzábamos el Puente del Alamillo, dando por finalizado felizmente nuestro «Viaje al Otoño
*Este viaje fue realizado entre el 24 y el 29 de octubre de 2016.